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Vivamos en fe, vivamos la fe

Habacuc 3: 17–19

 

La semana pasada nuestro país se consternó por la noticia de una niña de 13 años que había quedado embarazada por un patrón de violencia, a manos de su padrastro. Como consecuencia de esto, el pasado miércoles esta niña, con trastorno del espectro autista, dio a luz a la criatura. Personalmente, al escuchar esta noticia, me indigné; me dio coraje y, al mismo tiempo, un sentido de impotencia que me hizo preguntarme: ¿hasta cuándo? ¿Por qué tiene que suceder esto?


Ese momento de reflexión me hizo recordar al profeta Habacuc, quien en un momento se hizo la misma pregunta. Poco sabemos de la vida de este profeta. Solo conocemos por su escrito que era un profundo pensador, un hombre letrado y uno que luchaba con Dios. Este profeta escribe en tiempos de grandes conflictos políticos que trajeron violencia e injusticia en la vida del pueblo y ante las cuales él se vio impotente. Eran momentos en los cuales se avecinaba de manera imparable la invasión de los caldeos, un pueblo cruel, presuroso, ladrón, que provocaba terror y destrozaba todo a su paso. Ante este panorama, Habacuc se levantó, como lo haría cualquier ser humano, con preguntas que no tenían respuestas, y precisamente en ese momento Dios le recordó al profeta que, a pesar de la crisis más profunda, Su benevolencia siempre estaría presente.


Ante aquel escenario, Habacuc decide estar atento a la voz de Dios, pues sabía que —ante el pecado, la violencia e impotencia humana— la voz de Dios se hace escuchar para brindar sanidad, seguridad y dirección. Lo segundo que hace el profeta es afirmar la manera en la cual debe vivir quien confía en Dios. Así pues, la afirmación del profeta no era solo una afirmación de esperanza: era también un desafío a la actitud del pueblo ante el pecado y la violencia. Es como si Habacuc les dijera que quien vive por fe no puede quedarse de brazos cruzados, en silencio y/o ignorar situaciones como las que les amenazaban. De esta manera, quienes viven la fe y viven en fe, tendrían la responsabilidad de denunciar aquellas acciones que lastimaban a su prójimo.


Pienso que la experiencia de Habacuc nos reta como iglesia. Nos reta a estar prestos/as a escuchar la voz de Dios, en particular en tiempos en los que el amor, la solidaridad, el respeto y la sensibilidad están cada vez más ausentes. Si hacemos esto, no solo recibiremos seguridad y dirección, sino que nuestro quehacer como iglesia será uno profético, es decir, un quehacer que actúe para denunciar del pecado y anunciar la benevolencia divina.


Vivamos en fe viviendo la fe.

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