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Tengamos olor a Cristo

2 Corintios 2:14-17

 

Al leer el pasaje considerado vino a mi recuerdo un poema de Luis Lloréns Torres que expresa:


"Cuando canta en la enramada mi buen gallo canagüey y se cuela en el batey el frío de la madrugada; cuando la mansa bueyada se despierta en el corral, y los becerros berrear se oyen debajo del rancho, y la hija del viejo Pancho va las vacas a ordeñar. Entonces viene a mi hamaca un olor como de selva que no sé si está en la yerba o en las crines de las jacas o en las ubres de las vacas o en el estiércol del rancho todo tiene un hondo y ancho olor a felicidad; y ese olor quien me lo da es la hija del viejo Pancho".


En este, el autor habla de dos olores que se pueden percibir: el primero, aquel que emana de los corrales de animales y el estiércol. El segundo, el olor que brinda la felicidad, producto del amor.


Siglos antes, el apóstol Pablo había utilizado una metáfora similar. Esta nace de las marchas de la victoria celebradas por Roma al conquistar pueblos a su paso. Las personas tomadas eran llevadas al corazón del imperio, donde participaban de un desfile que encabezaba el conquistador de la batalla. En todo el camino se quemaban especias que producían un olor grato. Sin embargo, el final de aquel camino no siempre sería grato, pues, aunque algunos serían perdonados por quien encabezaba el desfile (y así se les permitiría vivir), otros serían condenados a la muerte.


La ilustración paulina presenta dos ideas fundamentales: primero, cada creyente es un siervo que camina detrás del triunfador; este es Cristo. Este creyente es el que, en respuesta a la fragancia de la predicación, se dispone a servir obedientemente, pues sabe acerca de la oportunidad de vida que Dios le ha compartido. Lo segundo que transmite es que quienes predican el evangelio son el aroma de Cristo para la humanidad. Ante ninguno de los escenarios el autor se sentía suficiente, pues el servicio del creyente y el olor de Cristo en él siempre serán un privilegio inmerecido. Al finalizar la ilustración hace una aclaración muy importante: no todo el que predica “huele a Cristo”, sino solo el que lo hace con sinceridad, honradez y plena consciencia de su responsabilidad.


Así como los olores del rancho y del estiércol fueron transformados en olor a felicidad por lo que sentía aquel enamorado, como iglesia somos llamados a percibir y compartir con quienes nos rodean el olor del mensaje de Cristo, el cual siempre transformará la realidad de muerte en una de vida para todo aquel que cree en Él.

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