Juan 21: 3
¿A cuántos les ha pasado que, luego de una temporada de mucha actividad, de muchos eventos, de muchas emociones, de momento nos sobrecoge un estado de no saber qué hacer?
A veces pasamos por temporadas en las que anhelamos tener un minuto para estar solos y sin nada que hacer. Entonces, cuando finalmente llega la calma, no nos hallamos; nos sentimos extraños y un tanto perdidos. El capítulo 21 del evangelio de Juan nos presenta un momento similar en la vida de los discípulos. Aquellos hombres han vivido juntos tres años de mucha actividad, grandes cambios, descubrimientos, milagros, señales, experiencias extraordinarias. Juntos han conocido la persecución y la traición. Han visto la muerte y la resurrección. Aquellos siete que menciona Juan ahora se encuentran en un estado de no saber qué hacer. Han visto al Cristo resucitado, han escuchado sus palabras, han sido comisionados a ir por todo el mundo con el mensaje del evangelio.
Sin embargo, en su interior, se preguntan qué significa todo eso que les ha revelado Jesús; qué implica esa misión que les encomendó. Sus mentes y corazones están llenos de preguntas, de temores, de incertidumbre, de inseguridad. Es natural entonces que decidan salir a pescar, regresar a lo conocido, a lo que por mucho tiempo les dio sentido de propósito y seguridad. ¿No hacemos nosotros lo mismo cuando enfrentamos grandes retos, pérdidas, y cambios en nuestra vida? Volver atrás cuando nos sentimos perdidos puede ser una buena manera de reencontrar el camino y comenzar de nuevo.
Pedro y los otros que lo acompañaban prepararon sus redes, subieron a la barca y salieron a pescar. Pasaban las horas y no atrapaban ni un solo pez. Me imagino que pasaron la noche intentándolo, lanzando la red una y otra vez. Pasan la noche entera esforzándose y esperando sin obtener resultados, hasta que al amanecer llega Jesús a la orilla. “Muchachos, ¿tienen algo de comer?” les pregunta. “No”, responden ellos. Él les dice, “Echen la red al lado derecho de la barca, y pescarán”. Dice Juan que la pesca fue tan numerosa que no podían sacar la red del agua. Tuvieron que arrastrarla hasta la orilla. La presencia de Jesús los orientó y los dirigió hacia el éxito.
¡Qué gran diferencia hace la presencia de Dios en nuestras vidas! ¡Qué gran diferencia hace el obedecer las direcciones del Maestro! Esa obediencia llevó a los discípulos a una gran pesca. En cuestión de minutos lograron lo que no habían logrado en toda la noche.
Volver a pescar, volver a lo conocido, volver a lo que una vez nos dio estabilidad y sentido de propósito puede ser muy bueno. Pero obedecer a Dios en esos momentos es lo que hará la diferencia. Aquellos hombres no le cuestionaron nada a Jesús, ni trataron de explicarle, ni de justificarse ante Él. Tampoco lo tomaron a mal, ni se sintieron ofendidos o heridos en su orgullo humano. Simplemente se abrieron a la intervención de aquel hombre en medio de su fracaso y obedecieron. Entonces, y solo entonces, tuvieron una pesca exitosa. Entonces pudieron reconocer que aquel hombre era Jesús. Entonces pudieron reencontrar su camino y comenzar la verdadera pesca.
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