Apocalipsis 1: 1–3
Recuerdo haber entrado en múltiples ocasiones a los salones de clases y ver que las pizarras estaban cubiertas por una cortina. Normalmente, cuando las cortinas estaban cerradas, uno podía imaginar que había algo escrito que la maestra no quería mostrar. Por lo general, era un trabajo para el salón o alguna tarea para la casa. Ese tiempo en el salón se convertía en uno de intriga y suspenso hasta que el contenido de la pizarra era revelado.
De la misma manera, el libro de Apocalipsis se escribió para un grupo de iglesias que comenzaban a experimentar tiempos de inseguridad e incertidumbre a causa de la persecución romana. Su autor, quien escribió desde la prisión de Patmos por causa de la “palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo”, fue objeto de dicha persecución. En medio de ese escenario, Dios se le reveló al vidente con el propósito de animar y fortalecer la fe de los creyentes de su época. Dicha revelación fue compartida por este a través de cartas y un sinnúmero de símbolos, entre los que encontramos: nombres, números, colores y criaturas, como si estos fueran un conjunto de códigos que ellos debían interpretar. Todo esto ocurrió con el propósito de hacerles saber que la persecución no sería para siempre, pues el Señor retornaría, y, con su retorno, traería victoria, libertad y salvación a todos los que habían creído en Él. Aquellos que así lo creyeran serían bienaventurados.
Ciertamente, no enfrentamos las mismas situaciones ni sufrimos las mismas cosas que aquellos primeros cristianos sufrieron. No obstante, cada uno de nosotros hemos enfrentado situaciones que nos han generado inseguridad. Ante esta realidad, el Apocalipsis nos hace saber que la presencia de Dios es continua en su pueblo. Por lo tanto, nuestro acercamiento al Apocalipsis no debe ser uno de temor e inseguridad. ¡Todo lo contrario! Debe ser uno de esperanza, pues la cortina ha sido corrida, y podemos saber que el Señor nos ha dado la victoria.
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