Hechos 3: 8

Llamados… El término “llamados” es uno muy común en el contexto cristiano. Primeramente, todos hablamos de ser llamados por Dios a tener un encuentro personal con Cristo, a recibirle como nuestro Salvador personal y recibir su amor infinito, su perdón incomparable. Somos llamados por Dios a una vida nueva y abundante. Es un llamado que nos invita a someternos a Cristo en todas las áreas de nuestra vida, en palabra y hechos. Somos llamados a vivir en Cristo, quien nos imparte valentía en medio de nuestros temores, luchas y desesperanzas. Es un llamado a una vida que nos impulse a dar testimonio de Jesús, a ser testigos, a ejercer una función evangelizadora en el poder del Espíritu Santo. Es un llamado a ser Iglesia —Su iglesia—, el cuerpo de Cristo, el pueblo de Dios. Es un llamado a ser testigos en el mundo de Su amor y poder. Ese es nuestro más grande testimonio.
Jesús, el amor de Dios encarnado, es quien nos llama y nos invita a seguir su ejemplo de compartir las buenas nuevas con quienes nos rodean. Jesús nos llama cada día a tomar nuestra cruz y seguirle, a testificar.
En el capítulo 3 del libro de los Hechos conocemos cómo Dios, a través del Espíritu Santo, llama a Pedro y Juan a ser testigos de una manera diferente. En este pasaje nos encontramos a Pedro y Juan de camino al Templo. No van al Templo a dar testimonio; no van a hacer un milagro de sanidad. Van a estar en comunión con su Dios; van a orar. Es allí, a la entrada del Templo, junto a la puerta llamada “La Hermosa”, que el Señor los llama a testificarle a aquel hombre, lisiado de nacimiento. Nos narra Lucas en Hechos 3: 1-11 que, al llegar al Templo, aquel hombre les pide limosna. La limosna es dinero que se da como ayuda a un necesitado; es una ayuda monetaria. Aquel hombre quería y esperaba recibir dinero de parte de ellos. Nada más. Dinero.
La narración nos enseña que los apóstoles no le dan dinero; no le ayudan económicamente; no le dan lo que el hombre estaba buscando. “No tengo plata ni oro” (vs 6). Con estas palabras, Pedro no pretende excusarse de ayudarlo económicamente; no es algo que dijo para salir del paso. Pedro no le da limosna porque no quiera ayudarlo con dinero. No le da limosna porque sencillamente no tiene dinero para darle. Pedro tampoco intenta sacárselo de encima. Al contrario: Pedro toma muy en serio a aquel hombre cojo. Lo mira fijamente a los ojos y lo invita a que lo mire. “Pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda.” (v.6). Dice la narración que entonces Pedro lo toma de la mano y lo levanta. Pedro no espera que el hombre le responda. No espera ver los resultados de su intervención. Tampoco toma en cuenta las restricciones de la ley judía sobre entrar en contacto físico con una persona enferma. Pedro se acerca, lo mira a los ojos, le habla y lo toca. Pedro ha seguido aquí el modelo que aprendió de Jesús. Pedro se negó a sí mismo y le testificó a aquel hombre, de manera concreta y real, sobre el amor y el poder de Dios.
Aquel hombre, que nunca había estado de pie, saltó, se puso en pie y caminó. “Y saltando, se puso en pie y anduvo; y entró con ellos al templo, andando y saltando, y alabando a Dios.” (vs.8) Se sanó. Pedro fue agente de un milagro. En la tradición del Nuevo Testamento, los milagros de sanidad ocurren como consecuencia de la fe. Sin embargo, en ninguna parte del texto leemos que aquel cojo tuviera fe. En este caso, el cojo no se sana por su fe, sino por la fe de Pedro. Aquí la fe vino como consecuencia del milagro.
En esta historia, Pedro actúa como testigo del amor de Dios y del poder del Espíritu Santo. Pedro pone su fe en acción y ejerce la autoridad y poder que le ha conferido Jesús. Y nosotros, ¿estamos ejerciendo nuestro llamado con la misma fe de Pedro? Hoy día llegan a nuestras puertas hombres y mujeres que, como aquel cojo, necesitan un milagro. Dios nos sigue llamando y nos sigue dando el poder para, en el nombre de Jesús, testificar de Su amor y poder con hechos. Aprendamos de Pedro y seguimos su ejemplo.
Seamos testigos.
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