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¡Dios no hace remiendos!

Ezequiel 36: 22–32

 

Ezequiel fue un profeta excepcional que transmitió de manera creativa la revelación de Dios. Para el profeta, las palabras humanas no son suficientes, por lo que las imágenes y la multiplicidad de símbolos se hacen presentes en su escrito. Dicho estilo causó que algunos estudiosos del Antiguo Testamento plantearan la posibilidad de que el profeta sufriera de insania (locura). Sin embargo, es posible relacionar algunas partes de su estilo y algunas de sus fórmulas de comunicación con el testimonio de los primeros profetas. Así pues, Ezequiel, lejos de comunicar cosas sin sentido o de promover un nuevo estilo profético, utilizó expresiones conocidas en las tradiciones del antiguo Israel para transmitir el mensaje que le fue dado.


El pasaje considerado afirma el interés divino en la restauración de Israel en medio de su experiencia de exilio, durante la cual no cambió sus conductas pecaminosas y su inclinación hacia la idolatría. Ante la falta de arrepentimiento, Dios promete intervenir, restaurar a su pueblo y manifestar su santidad, lo cual sería de testimonio a otros pueblos. Según el profeta, la motivación divina para tal transformación era “su nombre”, lo que destacaba su naturaleza de amor y misericordia para con el pueblo a pesar de su pecado y falta de arrepentimiento. Las acciones divinas serían: santificar, recoger, limpiar, dar un corazón nuevo y poner de su espíritu en el pueblo. Como resultado de estas acciones, ellos habitarían en su tierra, serían guardados y prosperados y recordarían su condición de pecado para no pecar más contra Dios.


A la luz de lo anterior, hay varios principios espirituales que podemos extraer. En primer lugar, ninguna experiencia que nos sea adversa limitará el propósito de Dios en nuestras vidas. Lo que Dios va a hacer, lo hará. El segundo principio, contrario a otros escenarios proféticos en el cual se llamaba la atención del pueblo y se le insistía que cambiara sus acciones pecaminosas, la experiencia de Ezequiel nos invita a dejar que Dios sea quien obre. Esta exhortación se da a raíz de que una vida transformada será solo posible por la misma intervención divina. Por último, debemos saber que la intervención de Dios nunca será para remendarnos, sino para transformarnos y hacernos vasijas nuevas a su servicio. Esa es la razón por la que nos ofrece un nuevo corazón: para que veamos la vida de manera diferente y la enfrentemos con seguridad y fe.

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