Cantares 2: 11–12

Durante los pasados domingos, hemos afirmado teológicamente que la adoración es el testimonio de quien cree en las promesas de Dios. Es la expresión viva de quien ha visto el obrar de Dios en su vida y mira con esperanza al futuro. Es la afirmación de fe de "lo nuevo de Dios" para su iglesia. También hemos afirmado que la adoración es la forma en la que el ser humano puede responder a la invitación divina de la salvación. Es una respuesta continua que trasciende barreras de tiempo y espacio. La adoración verdadera es aquella en la que se expresa equilibradamente la actitud espiritual y la pureza doctrinal.
En esta ocasión, declaramos que la adoración también es la expresión de una comunidad de fe, de quienes adoran a Dios desde su experiencia y con la diversidad de dones y capacidades otorgados por Dios. Debe ser la experiencia unificadora de la comunidad, una experiencia en la cual todas las generaciones se unan en un solo propósito: adorar a Dios.
A la luz de lo anterior, nos es necesario reflexionar en la manera en la que expresamos nuestra adoración, pues nuestra adoración debe expresarse correctamente, esto es, con el testimonio vivo del obrar de Dios y con una vida que demuestre que nuestras acciones son cónsonas con lo que creemos. Así pues, nuestra adoración debe ser intencional y no producto de un momento o una emoción particular. De no ser así, correríamos el riesgo de no adorar “en verdad” como nos enseñó Jesús, o “con el entendimiento” como expresara el apóstol Pablo. La adoración intencional es la que nos lleva a rendir al Señor todo lo que somos y tenemos, pues, a fin de cuentas, todo lo hemos recibido de Él.
Finalmente, la adoración debe ser el vínculo de toda la comunidad de fe. En esta, nos desvestimos de intereses personales para, desde la experiencia comunitaria, converger en el reconocimiento de la grandeza y la majestad de Dios.
¡Adoremos en comunidad, adoremos como iglesia!
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