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Aferrados a la fe

Lucas 2. 25-35

 

El pasaje considerado nos presenta el momento cuando los padres de Jesús fueron al templo para presentar al niño y cumplir con el rito de purificación con el que toda mujer tenía que cumplir aproximadamente 40 días después de un parto. La ley judía establecía que la mujer tenía que llevar un cordero para el rito de la purificación, pero si no tenían lo suficiente para ello, le era permitido llevar dos tórtolas o palominos. Allí se encontraba Simeón, “hombre justo y piadoso, que esperaba la consolación de Israel; y el Espíritu Santo estaba sobre él”. Él era un hombre aferrado a su fe, y que —en un tiempo de oscuridad, degradación y desesperación— había albergado en su corazón la esperanza de la redención de su pueblo. La tradición posbíblica lo presenta como un sacerdote, aunque no hay certeza de ello.


La bendición él que tenía era muy especial, pues, aun antes de Pentecostés, ya moraba en él el Espíritu Santo. Fue bajo la influencia del Espíritu Santo que le fue revelada una respuesta divina a su posible oración: él no moriría antes de conocer al Ungido del Señor. Simeón llegó al templo movido por el Espíritu Santo, pues su alma estaba inundada de acción de gracias y alabanzas a Dios. Estando allí, llegaron José y María con Jesús para cumplir con el rito de la purificación.


Simeón tomó en sus brazos a Jesús y bendijo a Dios con el quinto cántico que encontramos en los primeros capítulos de Lucas, el cual contiene un discurso de despedida y la profecía sobre la misión del niño. El momento decisivo en la vida de Simeón había llegado: él estaba listo para “ser soltado”. Es decir, ya estaba listo para morir porque “en el Espíritu” había visto la salvación y al Salvador. Dios había cumplido su promesa, y en sus brazos estaba aquel que sería el Salvador del mundo. Esa salvación sería para todos los pueblos. Como le fue dicho a Abraham: “en ti serán benditas todas las familias de la tierra”. Simeón vio más allá de las fronteras del judaísmo; él supo por el Espíritu que aquel niño sería el Redentor del mundo.


Luz para revelación a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel”. Es necesario que consideremos que, en el pensamiento judío, estaba arraigada la idea de que los pueblos que no eran Israel estaban sumidos en unas tinieblas profundas. Para ellos, Dios solo se revelaba a los judíos como pueblo, mas ahora, en Jesucristo, esos pueblos habrían de experimentar el conocimiento y la salvación de Dios. Esto sería para gloria de Israel, porque la luz del mundo habría de nacer, morir y resucitar en su tierra. Ellos se asombraron por lo que Simeón había dicho acerca del niño; el ángel le había hablado acerca del niño; Elizabeth declaró la bendición que había en María por tener a Jesús; los pastores también dieron testimonio del niño que había nacido, pero ninguno de ellos declaró algo específico acerca del significado del nacimiento de Jesús para la humanidad ni del destino de este. Cuando Simeón entendió lo que significaba ver a Jesús, no pudo hacer nada más que glorificar a Dios y hablar del ministerio de Jesús.


Hoy, segundo domingo de Adviento, al reflexionar en este relato de la Navidad, pienso que, al igual que Simeón, debemos vivir aferrados a la fe, la fe que nos prepara para un encuentro sagrado, para ver la salvación y para dar testimonio a otros de nuestro encuentro con JESÚS.

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