¡Vivamos el Pentecostés!
- Rvdo. Alberto J. Díaz Rivera

- 7 jun
- 2 Min. de lectura
Hechos 2:1–13

El Pentecostés era una de las tres principales fiestas del pueblo de Israel, junto con la Pascua y los Tabernáculos. Era llamada también la Fiesta de la Ciega o de las Semanas. Se celebraba al terminar la cosecha de la cebada, cuando comenzaba la del trigo. Para esta fiesta, la gente de las comunidades pequeñas se reunía en una ciudad céntrica y, desde allí, hacían procesión hacia Jerusalén, llevando sus primeros frutos. En esta procesión, los israelitas traían a Dios el testimonio de la bendición que habían recibido con sus cosechas, y celebraban un gran banquete en el cual los hijos, los esclavos, los levitas, los extranjeros, los huérfanos y las viudas participaban. Para el tiempo del Nuevo Testamento, la tradición había ampliado el significado de esta fiesta, y se conmemoraba con ella el día en que Israel recibió la ley, la Torá.
Previo al evento del Pentecostés que nos relata el libro de los Hechos, Jesús había anunciado a sus seguidores que les sería dado el Espíritu Santo. También les había hablado sobre la misión del Espíritu, la cual sería una de convencer al ser humano de su pecado, de guiar a la verdad de Jesucristo y de poder proclamador. No obstante, el contexto en el cual el Espíritu Santo llega a la iglesia —una fiesta por la provisión de Dios y la conmemoración de la ley que les invitaba a amar a Dios y a su prójimo— también nos habla de su función. Así pues, el Espíritu Santo, además de guiar al ser humano a la verdad de Cristo y de obrar de manera sobrenatural en este, lo conduciría a una experiencia de amor a Dios y a sus semejantes.
¿Qué debe significar para nosotros el Pentecostés? Debe ser algo más que una celebración litúrgica, pues es el inicio de una misión, el camino hacia la verdad, el testimonio de la presencia divina, y, sobre todo, la proclamación del mandato del Señor de amarle y de amar a nuestro prójimo. ¡Vivamos el Pentecostés!










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