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Sentémonos a la Mesa

Texto: Génesis 4: 8-12

 

En esta mañana nos sentamos una vez más a la mesa. La misma que nos permite sentarnos y compartir nuestras ideas, nuestras preocupaciones, nuestros sueños, pero también las pesadillas más difíciles. Ese ha sido por mucho tiempo el significado de la mesa. No es meramente el lugar donde ingerimos alimentos, es el lugar donde nos nutrimos de la sabiduría de quienes nos orientan, calmamos la sed de nuestras ansias de que las cosas estén mejor y sentimos la cercanía de quienes se preocupan por nuestro bienestar. Eso, y mucho más es lo que representa esto que llamamos “nuestra mesa”.


No sé ustedes, pero yo, alguna vez me he preguntado qué giro hubiese tomado alguna de las historias bíblicas, si se hubiesen sentado previamente a conversar alrededor de la mesa. ¿Qué hubiese sucedido si Jacob y Esaú se hubiesen sentado a la mesa con su padre, a disfrutar el guiso preparado por Esaú, y hubiesen dialogado sobre la manera de caminar juntos en la dirección del cumplimiento del compromiso con el Dios del pacto? ¿O qué hubiese pasado si aquel joven rico, se hubiese sentado a la mesa con Jesús a preguntarle qué significaba entregarlo todo y seguir a Cristo?


¿Y qué de esta historia? Apenas comenzando a leer las primeras páginas de la Biblia nos encontramos con la narrativa de estos primeros dos hermanos. No tienen a nadie más, sin embargo, en lugar de buscar maneras de relacionarse y ayudarse, les puede la falta de empatía y el anhelo excesivo de estar por encima del otro.


Esta historia tan conocida, es reflejo del conflicto, de la agresividad generalizada, en ocasiones pasiva y en otras directa y abierta, que vivimos en tantos lugares. Violencia que lacera nuestra vida familiar y nuestra calidad de vida como pueblos.


Estos días, se ha visto una situación que ha traído como consecuencia muchas manifestaciones en los EU. No voy a hablar de los saqueos y la destrucción que se ha vivido, deseo enfocar en la pérdida de una vida. Nadie debe morir como murió George Floyd, y aún mucho menos si era un hermano. Si, un hermano. No era un extranjero, ni siquiera alguien de una fe diferente a la que profesan la mayoría, pues era cristiano, pero eso no fue suficiente para ser considerado uno cercano, un hermano, por el color de su piel.


Seguimos preguntándonos, qué puede llevar a una persona a poner una rodilla sobre el cuello de otra, mientras el que está sufriendo sigue rogando que se la quite porque no puede respirar; inclusive mientras sigue llamando a su madre, como un acto de un niño en busca de aquella que representa su auxilio y su refugio. Es evidente que ese coraje y ese odio no estaba dirigido específicamente a ese hombre que, al fin y a la postre, en ningún momento se vio que respondiera con una agresividad que pudiese explicar (aunque nunca justificar) alguna reacción , aún así desproporcionada. Pero ni siquiera eso.


En la historia bíblica, tampoco se comprende esa violencia de un hermano hacia otro. Pues después de todo, es con Dios con quien está enojado Caín. Es interesante que, en el texto, cuando Dios se encuentra nuevamente con Caín, la pregunta no es sobre cómo se siente o si ha venido a adorar o si las cosas le van bien. Dios le pregunta, ¿dónde está tu hermano? Es decir, ¿qué ha pasado con tu hermano; en qué circunstancias está; cómo has resuelto esta ira que tenías contra mí pero que dirigiste hacia tu hermano?


Desde esta perspectiva bíblica, mirar las cosas que pasan a nuestro alrededor como circunstancias de todos los días o problemas que se busca la gente es descartar la responsabilidad que Dios pone ante nosotros/as. Dios es quien cuida, pero sí somos responsables de no desplazar nuestra frustración y coraje en forma de agresión o indiferencia de modo que afecte el bienestar de nuestro hermano o nuestra hermana.


Por eso Jesús dice a sus discípulos, los tropiezos son inevitables, pero “ay de quien los ocasiona”. La vida trae en sí misma dificultades, pero Dios nos convoca a sentarnos a la mesa y desde ahí, no sólo descubrir el Dios que acompaña, sino también el Dios que en Cristo Jesús nos perdona. Pero no es para seguir repitiendo las mismas injusticias, las mismas faltas de respeto, de compasión, las mismas actitudes ofensivas o la misma violencia; sino para ser transformados/transformadas para que el amor de Cristo se manifieste y se refleje a través de nuestras vidas.


Es hora también de reconocer que el final no tiene que ser violencia y desesperanza, ni de una parte ni de otra. No sabemos lo que el futuro nos depara, pero podemos vivir con la certeza de que Dios está y estará presente. No sabemos cuáles han de ser las dificultades de nuestra jornada, pero podemos caminarla en hermandad y solidaridad, porque ese es el único camino. Desconocemos los retos que tengamos que enfrentar y aun los dolores que podamos sufrir, pero podemos confiar en la misericordia de Dios que nos alcanza día tras día. En unidad, como cuerpo, en hermandad, somos más fuertes, y podremos salir adelante.


Acerquémonos a la mesa con corazones arrepentidos, pero también voluntades dispuestas a ser nutrición y esperanza en el nombre del Señor.

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