“Señor mío, y Dios mío”
- Rvdo. Alberto J. Díaz Rivera
- 26 abr
- 2 Min. de lectura
Juan 20: 19–29

Los versos considerados nos presentan dos apariciones de Jesús resucitado a sus discípulos. Previamente, según el relato de Juan, Jesús se había aparecido a María Magdalena, y le había encomendado dar la buena nueva de la resurrección a los discípulos. Ya en las postrimerías del evangelio, Jesús vuelve a aparecerse a sus discípulos mientras pescaban. Pareciera que, con cada una de estas apariciones, el autor bíblico quería destacar el evento fundamental de nuestra fe —la resurrección—, su implicación en la vida de sus discípulos —el anuncio— y la importancia de permanecer juntos como una comunidad.
Según el relato, Jesús hizo tres cosas luego de saludar a sus discípulos con la expresión “Shalom”, que, más que un saludo cotidiano, es una expresión de la paz como don de Dios. Lo primero que hace Jesús es mostrarse dejando ver sus heridas, disipando cualquier duda y confirmándose como el Resucitado. Lo segundo que hace es soplar sobre sus discípulos el Espíritu Santo, como un símbolo o anticipo de lo que sucedería al cabo de cincuenta días. En el Nuevo Testamento, encontramos esta acción divina solo en este pasaje. Lo tercero que Jesús hace es confrontar la incredulidad de Tomás, quien anteriormente había creído y hasta expresado su disposición a morir por Jesús (Juan 11:16).
A la luz de lo anterior, me parece importante afirmar que, en la actualidad, Jesús también se aparece a su iglesia. Lo hace alentando, fortaleciendo y animando en esos momentos en los que podemos creer que lo que hemos vivido ha silenciado nuestra experiencia de fe. Lo hace recordándonos Su envío y el recurso más importante que nos ha dado: el Espíritu Santo. Lo hace confrontando nuestras incredulidades e impartiéndonos fe por medio de su palabra. Solo quien ha experimentado tales acciones divinas puede expresar, cual Tomás, “¡Señor mío, y Dios mío!”.
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