Oración que confía
- Rvdo. Alberto J. Díaz Rivera
- 21 jun
- 2 Min. de lectura
Santiago 5: 13–16

Desde sus inicios la iglesia ha reconocido la importancia de la oración. Principalmente porque Jesús la demostró como una práctica central de su espiritualidad. Amparado en ese testimonio, la iglesia fomentó la oración como una disciplina espiritual. No son pocas las referencias bíblicas que nos hablan acerca de la oración. El autor de la carta de Santiago nos presenta tal práctica como una vía para alcanzar la sabiduría espiritual y para enfrentar las adversidades. Pareciera que Santiago entendía que la vida del creyente en Jesús no es siempre de victoria, pues —como expresara el salmista— “muchas son las aflicciones del justo”. Para Santiago, la oración es el don divino por el cual el creyente puede afirmar su fe a pesar de las dificultades.
Los primeros cristianos entendían las enfermedades como parte de las adversidades que tenían que enfrentar. Además, reconocían que ellas, además de afligir el cuerpo, podían llegar a afectar la fe. Así pues, el remedio para la aflicción sería la oración, cuyo resultado redundaría en sanidad y fortaleza en su caminar espiritual, y en sus necesidades físicas. La imagen del aceite ejemplifica esto, ya que el mismo era utilizado en la antigüedad como un remedio medicinal. Así pues, ungir a los enfermos con aceite era un recordatorio del poder sanador de Dios. Dicha acción tendría como resultado una sanidad integral, pues, además de ser sanados, serían perdonados.
Para nosotros como iglesia, la oración sigue siendo una práctica sanadora cargada del poder transformador del Señor. Sostenidos en esto, renovamos nuestro compromiso de oración, en particular por aquellos que están enfermos o en algún tipo de adversidad, creyendo en la promesa de que, aunque sean muchas las aflicciones, “de todas ellas nos librará Jehová”. Oremos con la confianza de que Dios obrará en la vida de su pueblo.
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