Lucas 5: 18–20
Era un día como tantos otros en Capernaún. La gente se levantó temprano a realizar sus labores cotidianas. Algunos salieron al mercado; otros, a sus talleres de trabajo. En una casa en particular, se levantaron con una emoción y una motivación diferente. El Maestro se reuniría allí ese día para impartir sus enseñanzas. Comenzaron a prepararse y preparar la casa para la ocasión.
Nos dice Lucas que Jesús se encontraba en aquella casa enseñando a un grupo de personas. En ese grupo había “fariseos y doctores de la ley que habían venido de todas las aldeas de Galilea, de Judea y de Jerusalén”(verso 17). El grupo era inmenso. La casa estaba llena y afuera había una multitud tratando de ver y escuchar al Maestro.
Mientras Jesús enseñaba, llegaron cuatro hombres cargando a un paralítico en una camilla. Aquellos hombres habían llegado allí buscando un milagro de sanidad para su amigo. No sabemos qué distancia tuvieron que recorrer para llegar a aquella casa, pero, aunque haya sido corta, debió ser un reto físico para ellos. Al llegar, se enfrentan a una multitud que no les permitía entrar a la casa. Sin embargo, no se dieron por vencidos. Se las ingenian para subir al paralítico al techo de la casa y, desde allí, bajarlo justo hasta los pies de Jesús. Aquellos hombres no le dieron espacio a la frustración ni al sentido de impotencia que quizás a muchos nos hubiera hecho darnos por vencidos.
Todos desearíamos tener amigos así. Aquellos cuatro hombres creían que Jesús podía sanar y cambiar la vida de su amigo. Movidos por esa convicción, enfrentaron y superaron todos los obstáculos que encontraron ese día. Fueron intrépidos y decididos, porque amaban verdaderamente a su amigo. Fueron valientes y persistentes porque tenían la fe y la convicción de que Jesús lo sanaría.
El Maestro vio la fe en acción de aquellos cuatro hombres. Aquella fe movió a Jesús, y se produjo un milagro de sanidad integral en aquel hombre paralítico. “Al ver la fe de ellos, le dijo: -Hombre, tus pecados te son perdonados”(verso 20). Jesús no solo lo sana de su parálisis física sino que, al librarlo del peso y la culpa del pecado, le provee una nueva realidad, una nueva vida.
La fe en acción es capaz de impactar y transformar las vidas de aquellos que nos rodean. Pero, para que así sea, la fe tiene que ser evidente, visible, real. No se trata de conceptos, de emociones ni de sermones. Se trata de acciones concretas y reales. La fe en acción hace que Dios convierta lo imposible en posible. La pregunta que debemos hacernos hoy es: ¿Es mi fe visible? ¿Es mi fe evidente? ¿Ve Dios mi fe? Mi oración es que nuestra fe crezca tanto que, sin decir una palabra, el mundo la pueda ver.
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