El bautismo de Jesús debió haber sido un día maravilloso para él, para Juan el Bautista y para todos los que estaban allí. En el río Jordán, rodeado de los discípulos de Juan y de la gente del pueblo, al ser levantado de las aguas, el Espíritu desciende sobre Jesús como paloma y se escucha una voz del cielo diciendo: “Este es mi hijo amado en quien me complazco”. ¡Qué impresionante! Imagino a todos impactados y sobrecogidos de emoción. Debe haber sido un momento glorioso. Dios declara, públicamente, que aquel carpintero de Nazaret era Su hijo amado. ¡Wow! Humanamente hablando, aquel fue un momento de triunfo que debía iniciar un período de grandes logros y mucho éxito. Sin embargo, lo que Jesús vive después de su bautismo es todo lo opuesto a las expectativas humanas. Los evangelios nos narran que luego de ser bautizado, el Espíritu lo impulsó al desierto. Cuarenta días estuvo Jesús alejado de todo lo que el ser humano necesita para vivir: agua, alimento y la compañía de otros seres humanos. No solo eso, allí en el desierto estuvo expuesto al acoso malévolo del Tentador. Fueron días de grandes pruebas.
Ante el relato de los evangelios, muchos podemos preguntarnos por qué el Espíritu lo lleva al desierto. ¿Para qué? ¿Para ser tentado por Satanás? ¿Para ayunar? Pues aunque ciertamente allí Jesús fue tentado por Satanás, la realidad es que nadie va a propósito en busca de tentaciones. Jesús mismo nos ha enseñado a pedirle al Padre que no nos deje caer en la tentación. Las tentaciones que enfrentó Jesús, aunque parte del proceso, no eran en sí mismas el objetivo de su estadía en el desierto. Igualmente, aunque el ayuno jugó un papel importante, tampoco fue el objetivo principal de aquellos cuarenta días.
Al leer los evangelios podemos notar que a lo largo de su ministerio terrenal, Jesús se retiraba a lugares solitarios para orar. La oración es un vehículo que nos conduce a la presencia de Dios. A través de la oración podemos entrar en íntima comunión con Dios y conocer Su voluntad para con nosotros. Jesús fue al desierto para estar en intimidad con su Padre y, en esa intimidad, encontrarse a sí mismo. Allí en el desierto, Jesús abraza la misión del siervo obediente llamado a redimir al mundo mediante su sacrificio. El hambre y las tentaciones, y todo lo que durante cuarenta días experimentó, conformaron su entrenamiento para la labor que el Padre le había encomendado.
La maravillosa experiencia del bautismo en el Jordán no fue el inicio de un período de glorias, alegrías y éxitos humanos. Aquel día Jesús comenzó un período de luchas, humillación y sufrimiento que lo llevaron a alcanzar el triunfo más grande de toda la historia: la victoria sobre el pecado y la muerte.
En esta temporada de cuaresma, mientras planificamos y nos preparamos para la celebración y conmemoración de la Semana Santa, Jesús nos invita a encontrarnos con él en el desierto. Allí en la intimidad, Dios desea mostrarnos cuál es Su voluntad para nosotros en esta etapa del camino. Jesús nos invita a redescubrir nuestra misión y a que la abracemos sometiendo nuestra voluntad a la del Padre que nos ama. En la intimidad, el Espíritu Santo de Dios nos capacitará y nos entrenará para la obra que nos toca hacer de aquí en adelante.
No tengamos temor de dejar la comodidad de lo conocido y la gloria de los logros adquiridos. Vayamos con Jesús al desierto. Allí seremos transformados y veremos Su gloria.
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