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Foto del escritorRvdo. Alberto J. Díaz Rivera

Buena administración de la gracia

1 Pedro 4: 1-11

 



El pasaje considerado forma parte de un capítulo en el cual el apóstol Pedro escribe acerca de los sufrimientos de Cristo. Desde ahí, exhorta a los creyentes a llevar una vida de fe y no una vida centrada en sí mismos. Reflexionando en esto, el reformador Lutero escribió acerca de dos expresiones teológicas que presentan dicha realidad. La primera es la Teología de la Gloria; esta es aquella que apela a la ambición del ser humano y no a la fe. En la actualidad podríamos identificar este pensamiento en discursos teológicos centrados en la victoria, la prosperidad, la motivación y en un mensaje puramente antropocéntrico. La Teología de la Cruz es la contraparte: es la que nos lleva a una experiencia de encuentro con Dios. Es aquella que transmite el mensaje de la negación personal, en palabras del apóstol Pablo, del vaciamiento del yo para ser hacedores de la voluntad de Dios. Este es el mensaje que nos lleva a una vida de entrega y compromiso con quienes Dios ha puesto en nuestro camino.

 

Para el apóstol Pedro, esto era algo que el creyente no debía olvidar. Considerar el testimonio de Cristo sería el motor que le haría vivir consistentemente conforme con la voluntad de Dios, para, lejos de abrazar las pasiones humanas, abrazar la cruz de Cristo. Así lo expresó Giácomo Cassese: “el sufrimiento de Cristo es el punto de partida a una vida diferente y consistente con la voluntad de Dios”. Aquellos primeros cristianos enfrentarían oposición, acusaciones y sufrimiento. Para resistir, debían tener moderación, cultivar su vida de oración y permanecer firmes viviendo en amor.

 

Esa vida de amor solo podría ser demostrada a través de la administración del don de Dios, que es el Evangelio, y de la diversidad de capacidades que el Espíritu le ha dado a la iglesia. Todos ellos son un regalo de gracia a la vida del creyente, la puerta para el servicio y testimonio de la fe y la mayor expresión de alabanza a Dios.

 

Así mismo somos llamados como iglesia a administrar bien el don de Dios que nos ha sido dado. Hagámoslo negándonos a nosotros mismos, abrazando la cruz, amando y sirviendo a otros. Hagámoslo con una vida consagrada al Señor, pues esa será la mejor alabanza que podamos ofrecer.

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